Era
en la cantina del pueblo donde ellos se reunían; con el paso del tiempo habían establecido una especie de acuerdo que consistía en embriagarse por lo menos una
vez a la semana.
Estas
reuniones hacían que ellos olvidaran que desde hace mucho tiempo
atrás, les fastidiaba la idea de vivir en donde vivían.
Se
habían conocido por meros azares del destino. Eran de costumbres distintas. Esto había hecho que se liaran a golpes en más
de una ocasión, pero todo terminaba con el menor de los daños posibles. Eran
malos peleadores; apenas si se podían mantener de pie, con dificultad lograban acertar un golpe a su rival. Actuaban como si la infancia nunca los hubiera abandonado; se limpiaban las ropas y regresaban nuevamente a la cantina.
Ahí volvían a recordar que eran muy amigos.
Hablaban
de todo: De mujeres, de sexo, de religión, de mujeres, de política, de fútbol,
y de mujeres otra vez. Todos
esos temas les hubieran acabado aburriendo en algún momento, y tarde que temprano uno a uno
hubieran ido desapareciendo, pero cada semana seguían asistiendo puntualmente a la cantina que se había vuelto como su casa.
De
sobra era conocido en el pueblo que ese pequeño grupo de amigos no eran más que
unos locos, unos vagos que no hacían más que emborracharse, quesque con el
pretexto de escupir no sé qué cosas que ellos llamaban poesía. Lo
cierto es que no eran muy queridos, nadie les tenía aprecio en realidad, quizá
sólo el cantinero, ¡que los veía como a unos verdaderos hermanos!
No
se piense que esto fuera algo que les importara, la verdad es que les venía
sobrando lo que se hablara de ellos. Eran otro tipo de dolores los que les
aquejaban, eran otras las penas las que de verdad les importaban...
No
es que fueran grandes iluminados en eso de la escritura, pero con ello habían
aprendido a sobrellevar todo aquello que les resultaba insoportable.
¡Ah
sí!, escribían, no todo era humo, cigarro y borrachera como decían esos que mal
veían todo. Si ya hasta eran conocidos como los "profes" ahí entre
los parroquianos de la cantina. La verdad es que de vez en cuando uno que otro
paraba oreja para escuchar lo que leían estos amigos tan extraños.
Aún
no se olvida el día en que ya bien entrado en copas, uno de los amigos ¡Que se
para a declamar poesía!, ¡si tan sólo lo hubieran visto! ¡híjole
mano, se te ponía la piel chinita! Hasta dijeron que después de esa noche; ahí
en la soledad de su casa, uno de los que también era asiduo asistente de la
cantina y que estuvo ahí presente cuando leyeron poesía... ¡pues que se
suicida!
Se armó toda una leyenda de eso. Que porque hubo un poema que leyó
este amigo, que le recordó otro que vio una vez en un periódico de un tal Juan de Dios Peza; y que esto a su
vez, le hizo recordar no sé qué triste etapa de su vida.
Hasta la fecha le siguen poniendo su velita ahí en la barra donde dicen que se sentaba, pero la verdad es que nadie se acuerda quién era o si existió siquiera.
Hasta la fecha le siguen poniendo su velita ahí en la barra donde dicen que se sentaba, pero la verdad es que nadie se acuerda quién era o si existió siquiera.
Cada
que los amigos llegaban, hasta contentote se ponía el cantinero; y no se crea
que era por cuestiones de dinero, ¡no! Al contrario, si a veces, hasta
"las de la casa" les pasaba con tal de que siguieran ahí.
"Es
que con lo que leen como que me siento, pues... cómo podría decirlo... como que
sientes algo dentro, como que ves las cosas de otra forma".
Eso decía el cantinero. Una vez hasta le dijo a uno de los amigos que le
escribiera un poema para su novia, que no se fuera a ofender si no le daba el
crédito del texto, pero que quería apantallarla; quería demostrarle que él no
sólo sabía destapar cervezas, sino que también era muy bueno para eso de la
versada. ¡Por
eso eran como sus hermanos!, porque pues... como que lo hacían sentir más
humano... A él y a otros que igual les pegaba lo que estos cuates escribían.
Por
eso los amigos no habían renunciado a la idea de ir semana a semana a sus reuniones, porque al final de cuentas, era el único lugar donde se sentían en
casa; lejos de ese mundo insensible que lo único que hacía era condenar al
hombre a una vida egoísta y arrogante.
Por
eso se habían fastidiado de vivir donde vivían; porque los habían obligado a refugiarse
en el único lugar donde aún importaban las cosas bellas y simples del hombre.
Los amigos aún siguen
embriagándose en la cantina. Ahí siguen esos pinches locos,
esos
pinches vagos, tomando y leyendo su pinche poesía.
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