Era 1993 y Julio César Chávez –
el hombre récord – llegaba a su pelea número 85 manteniendo el invicto. Chávez
ya se había hecho un nombre y una reputación en el boxeo mexicano, estaba
forjando su leyenda, su figura de ídolo. No había mejor momento para hacerlo
que en su pelea frente a Greg Haugen, en su casa, con su gente… era el momento
de consagrarse.
Haugen estaba ranqueado como el
segundo mejor boxeador de su categoría. Si el boxeo se ganara con insultos y
descalificaciones, sin lugar a dudas Haugen hubiese estado en primer lugar.
Haugen cometió un pecado capital, un error que ningún mexicano es capaz de
perdonar: insultar y menospreciar a un ídolo, humillar y burlarse de alguien
que a base de “chingadazos” - como
muchos mexicanos - se ganaba la vida y
ponía el nombre de México en lo más alto. La gente no se lo perdonaría, Chávez
tampoco.
La pelea se celebraría en el
Estadio Azteca, hubo entrada récord para una función de boxeo, el primer golpe
estaba dado, y lo había hecho Chávez desde el vestidor. El pueblo esperaba la
entrada de su ídolo; corazón y garganta estaban ahí, latiendo, gritando.
La entrada triunfal de Chávez y
su recorrido hacia el ring fue largo, demorado por las miles de manos que
querían tocarlo, “echarle la bendición”, regalarle una sonrisa antes de la
batalla.
Una vez arriba, Chávez ya estaba
en otro plano, en el plano de los gladiadores, de esos hombres que saben que en
la guerra no se perdona nada, menos cuando hay una afrenta de por medio. Lo
conminaron a saludar a su rival, no le importaba, no quiso hacerlo, sólo quería
que sonara la campana para “arrancarle la cabeza”.
Entre gritos de ¡Julio!, ¡Julio!,
¡Julio! y ¡México!, ¡México!, ¡México! comenzaba la pelea. Chávez se notaba
tranquilo, se desplazaba por todo el cuadrilátero. Empezaba el ataque. Para
sorpresa del público, Haugen caía a la lona después de un cruzado contundente
de Chávez. El estadio explotó, no era un grito acostumbrado del gol, era un
grito pugilístico, un grito de quien sabe que acaricia la gloria.
Los siguientes rounds también
fueron de Chávez; cruzados, uppers y su famoso gancho al hígado eran los más
contundentes, sus manos se veían ágiles. Chávez era la representación práctica
de lo que un día dijo Alí: “Vuela como mariposa, pica como abeja”.
Más de uno en el estadio sintió
la imperiosa necesidad de traerle otro boxeador a Chávez. Su rival ya no daba
para más. ¡Que lo bajen! era el veredicto. Chávez en busca de la consagración,
acató la orden, “lo bajó” en el quinto round. Después de una poderosa
combinación de golpes certeros, el tercero en el ring dijo que ya no más.
Chávez ganaba, Chávez se consagraba. Puño arriba del campeón y la ovación de su
gente. Nadie, nunca más se atrevería a insultarlo, si lo hacían, que se lo
pensaran dos veces.
25 años han pasado de aquella
mítica pelea de Chávez. Se cuenta que de vez en cuando, - si se pone mucha
atención y si se guarda el silencio debido, como si de un templo religioso se
tratara – aún se oyen las voces de aquel 20 de febrero de 1993: ¡Julio!,
¡Julio!, ¡Julio!, ¡México!, ¡México!, ¡México!.
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